sábado, mayo 31, 2008
El cazador de El Carmelo
Ya terminaba el sábado y mi hijo nos acompañaba en la sala mientras lustraba sus zapatos de colegial. Entonces me fijo en los tacos. Estaban bastante gastados y necesitaban atención urgente. “Trabajo para el zapaterito de la otra esquina”, me dije. Era ya las cinco de la tarde y en fin de semana el señor cierra temprano su negocio. Si no me apuraba no iba a alcanzar a repararlos. Un zapato ya estaba lustrado y el otro apenas embetunado, pero no había tiempo que perder. Así los metí en una bolsa negra y salí en la bicicleta. Llegando al lugar me entero que el zapaterito no había ido a trabajar esa tarde. Después de todo es su sábado, pensé. Pero estos zapatos necesitaban urgente atención. No iba a ir así Ivo al colegio. A esa hora -y en sábado- no iba a ser sencillo conseguir un zapatero. A menos que fuera al Mercado Mayorista, donde están en fila los zapateritos remendones. “No pensar más y partir sin demora hacia allá”.
Subiendo por Los Incas se llega a José Gálvez y por la izquierda a una calle que suele ser solitaria. Pero esta vez tuve que desmontar porque la gente caminaba hasta por la calzada. Una chica gritando me muestra una chompa de colores chillones poniéndola delante de mis ojos, tuve que apartarla con la mano. Y así, como en una jungla apretada, la bicicleta terminó estorbando mi avance en medio de la gente. Recorrí la fila de zapateritos remendones que ofrecen sus servicios en plena acera hasta la mitad, donde había uno a quien conocí cuando le tomé unas fotos a su hijo que estudiaba en el Conservatorio de Música, pero no lo hallé. Así, recorrí la fila en pos de alguno desocupado que me atienda inmediatamente. Muchos de ellos ya estaban guardando sus implementos de trabajo y otros de aspecto que no me daban mucha confianza. En fin, llegué al último de la fila sin detenerme y -cuando ya pensaba regresar a cualquiera- vi que algo más allá había uno solitario rodeado de perros y cartones viejos. Me acerqué curioso. -¿Qué pasó? ¿Lo sacaron del gremio? El viejo levantó la vista y alzando ambos brazos se desperezó como un gato.
Una mirada furtiva a la bolsa negra le hizo reconocer a un posible cliente. Con una sonrisa profesional estiró la mano para recibirla. La vació sobre su tablero y me señaló un balde grande con tapa de plástico. “Siéntese por favor y dígame, amigo”. Una barba de varios días marcaba el descuido en su rostro curtido por la intemperie. “Usted es el maestro. ¿Cómo arreglamos esta suela?” Sus dedos gruesos hurgaron sin compasión dentro de la suela gastada antes de dar su veredicto. “El cuero está sanito. Le cambiamos la planta y quedan nuevos”. Nos pusimos de acuerdo en el precio y cuando yo esperaba que empiece su labor procedió a quitarse el grasoso delantal de cuero. En una bolsa acomodó varias cosas donde incluyó los zapatos y me explicó: “Voy a conseguir la planta. Aquí llevo todo lo que necesito para hacer el trabajo”. Con un ademán tranquilizador me indicó que ocupe su silla. “Es más cómoda que el balde”. Al rato desapareció montado en su pequeña bicicleta contra el tráfico. Así no más, quedé a cargo de toda su parafernalia.
Felizmente llevaba puesto una casaca de cuero, pues a esa hora encendieron las luces de la calle y el viento frío de la noche pasaba como un tren interminable arrollando a los desprevenidos. A mi lado algo se movió debajo de un cartón. Receloso lo levanté con el pie ¿Y qué encontré? Un basset-hound atado con una cadena a la mesita de trabajo. El pequeño sabueso miró lánguido a su ocasional agresor antes de acomodarse resignado fuera de su alcance. A pocos metros un perro flaco temblaba sacudiendo su pellejo negro y pelado. El viringo es un perro extraño, lampiño en todo el cuerpo luce apenas un mechón dorado sobre la frente. No era el único. Había otro -más viejo- que cruzaba atrevidamente la calzada esquivando los carros; y dos más, atados a una alcayata. Era una película de Hitchcock ese ir y venir del viringo a lo largo y ancho de la calzada. Algo lo inquietaba, pero no era el frío. Musculoso, con la cabeza erguida y la mirada vivaz, trotaba como un caballo de paso peruano entre las ruedas de pesados camiones que a esa hora circulan lentos por el denso tráfico. Sin sentirlo pasaron los minutos y al cabo de casi una hora todos los perros se alborotaron al ver de regreso a su amo.
“Ya míster” dijo y me mostró uno de los zapatos mientras lo retorcía para demostrar lo flexible del material utilizado. “Esta planta sí le va a durar”. “Oiga, -le dije- ¿para qué tiene tanto perro acá?” Sonrió ampliamente mostrando el amarillo de su dentadura gastada. “Son mis engreídos. Por ellos he tenido que colocarme en este sitio. Donde estaba antes no había mucho espacio” Busqué con la mirada al perro que estaba temblando y solo encontré su cabeza asomando apenas entre una ruma de cartones. No nos quitaba la vista de encima. Los otros tres se habían amontonado juntos y aparentaban dormir. “¡Qué feos animales” dije para mi. Pero el viejo escuchó mis pensamientos porque me refutó “Serán feitos, pero hay que ver cómo los quiere la gente” Luego destapó el balde donde me había sentado y vació en el un poco de agua mientras murmuraba una especie de plegaria que no alcancé a comprender.
Le pagué por el servicio y mientras aguardaba el cambio me acerqué a ver el contenido del balde. El alumbrado público no era suficiente y tuve que acercarme bastante para examinar el interior. Lo que descubrí fue bastante desagradable. Una masa oscura y viscosa se movía palpitante. No pude disimular un gesto de asco interrogando con la mirada a don Lucio. “Es un pedido” me explicó alcanzándome las dos monedas esperadas. ¿Ah, sí…? ¿Pero…qué es eso? Yo me imaginaba el corazón de un animal grande que aún no terminaba de morir, o unos coágulos de sabe Dios qué inconfesable procedencia. No quise volver a alzar la tapa para salir de dudas y seguí con la mano extendida apretando las monedas y sosteniendo la interrogante con el gesto. “Son unos sapitos. Los muchachos que estudian medicina los necesitan para algo. Hoy tenían que venir por varios –allí tengo seis nomás- pero no sé qué ha pasado”. Se quitó el sombrero y exhibiendo una calvicie pronunciada lo sacudió contra su mesa de trabajo. “Este es el tiempo, por sus clases”. ¡Vaya! La truculencia se va esclareciendo, pensé. Esto ya está un poco más razonable. “¿Y cómo los consigue?” me atreví a indagar, acomodándome sobre una caja de madera. No volvería al balde. “¡Puuhhh, amigo! Eso si no es tan fácil. Antes, los compraba de un señor. Me iba hasta por Florencia. Y nos estaba yendo bien. ¡A los dos…!” terminó sacudiendo sus dedos en tijera ante mis ojos. “Pero cómo es la ambición, amigo… o la envidia, mejor diré.”. Entonces el viejo alzó una pierna sobre la mesita y pasó a sentarse en su cómoda poltrona.
Se cogió las rodillas con ambas manos para afirmarse y un poco inclinando el torso hacia delante entró en confianza para contarme: “Una noche fui a comprarle siete sapitos -era jueves- y mientras lo esperaba en su sala, salió su mujer cómo a saludar, y haciéndose la conversadora comenzó a preguntarme que para qué quiero tanto sapito, que si no será para brujería, que a cómo los estoy vendiendo… y haciéndose la sonsa me dio a entender que ya no es tiempo de sapitos… etc. Al final…: no hay sapitos. ¡Por allí hubiera empezado, vieja de mierda! Me hace perder mi tiempo… y el cliente que estaba esperando… me había dado el dinero… Yo les digo que tengo mi criadero. A este cliente le conté que los sapos que había separado para él los había vendido mi mujer. ¡A ver…mire pué lo que nos hacen hablar! tuve que decirle que solamente me quedaban sapitos chicos, pero que en dos días más le conseguiría unos de buen tamaño. ¡Ya con eso se contentó!...
Ahora yo para conseguir… ¿di onde pue maestro! Después… gallinacito me traen unos muchachos… lo compro a treinta y lo doy a ochenta. Algo deja. Pero… ¿sapos? Hay que ir al campo… onde hay agua…¡ahíii!!!.” Y enfatizó señalando con el índice al centro de la calzada, como si fuera un río. “¿Gallinacito dijo?” –interrumpí. “Si pué, lo buscan para los bronquios. ¡Uhhhh… eso es muy bueno…! Yo he curado a varios, que estaban mal, mal, mal con el pecho. ¡Asmáticos, oiga!” “¿Y qué hacen con el gallinazo?” pregunté incrédulo. Arrugó toda la frente al alzar las cejas para decir: “¡La sangre señor, la sangre…! Se le abre el pescuezo como a un pollo y se recoge la sangre en un vasito limpio. Entonces, calientito, nomás se toma, pero sin hacer gesto, si no… ¡No funciona!. Vaya usté a ver. Ni la gripe les da después. Esos animalitos tienen la sangre muy poderosa, ¿no ve lo que comen? ¿Por onde andan? Harta defensa tienen en su sangre y eso necesitamos nosotros para defendernos de los microbios, de todos los contagios y todo eso… ¡Pero …Nooo! ¡Yo mismo soy! dije, y al otro día almorzando no más me fui a la campiña de Moche. Allí, me metí por las chacras y las acequias. Busca, busca.., pero nada oiga usté. Cuando en eso di con unos muchachos que me ofrecieron unos sapitos, pero que les dé su propina. Había que esperar que oscurezca, porque en el día están escondidos los bandidos. ¡Bueno pué! Así, conversando, conversando, conseguí algunos sapos para ese pedido. Pero lo más interesante… ¡el dato! un lugar donde había unos pantanos y ¡harto sapo ahí! Haciendo pinza con los dedos recorrió la comisura de sus labios para justificar una prolongada pausa. De un rápido vistazo al entorno se aseguró que nadie más escuchaba y prosiguió: “¿Esos micros de Virú…?” “Yah” respondí ante su frase incompleta. “¡Esos…! Como a las cinco me embarqué, llevando esta linternita” y me mostró una pequeña, de acero cromado, con varios leds en el frente. “Funciona con tres pilitas lapicero. ¡Chiquita, pero buenaza!¿No ve que todo está oscuro? Hay que alumbrarlo al sapo a los ojos y se queda quietjiiiito… entonces, con la otra mano… y …juahh! lo agarras duro, con tooodo. Porque son resbalosos. Algunos –creo que los machos viejos- tienen unas como espinitas en el lomo, porque si te hinca, se te encona. ¡Ahí pué!. Oiga…, -retomando el hilo- me bajé en Valdemar y de ahí un carro al Carmelo. Por ahí nomás están los drenes. ¡Oiga! Solito me metí al hondo…como dos o tres metros, puro barro, agua pestilente y mosquitos. También zancudos y toda clase de bichos. Eso le gusta a los sapos. No le miento, un costal llenaba. Pero una bolsa nomás llevé. Con todo, a eso de las nueve… ya estaba yo entrando al pueblo, con mi bolsa llena, mi gorra, el pantalón remangado, todo embarrado, ¡y contento! …pero sin zapatos. Patas al suelo, parecía un loco, cargao mi bolsa de sapos”. Abanicó con las rodillas mientras se sacudía de atrás para adelante para soltarse a carcajadas. “En ese barro…¿Usté crée? …hasta las rodillas… ¡Yo no sé!, -y sacudía la cabeza, negando- pero ahí estaba yo. Me hundía en el barro y salía sin un zapato… pero con los sapitos, ya tenía yo para zapatos mejores… y más. Oiga, dije, ¡Pa` la próxima… Ya sé ondestá mi criadero!
Los cuatro viringos seguían acurrucados y el basset tiraba de la cadena para alcanzar algo que comer tirado por ahí. El viejo reía, la noche, el viento.
FIN
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